Por Víctor Pineda R.
Del amor al odio hay solo un paso, según algunos poetas animosos y poco brillantes, pero algo de razón tienen.
A veces, nos sentimos dueños del mundo porque al frente tenemos a alguien que parece haber caído del cielo, hasta que las vueltas de la vida dejan en evidencia que se trataba de una persona de normal para abajo y que no valía la pena tirarse al paso del tren cuando nos dijo, en el mejor estilo Jim Morrison, this is the end.
Y hasta aquí llego con esta variante del tema, porque no soy experto en asuntos sentimentales y porque nunca he odiado a nadie. Bueno, casi, porque hubo uno al que sí, pero no importa porque ya se lo llevó Belcebú.
La amada u odiada que me motiva en esta ocasión no tiene forma humana ni mucho menos. Me voy a referir al adminículo que nos ha acompañado durante más de dos años y medio, exactamente desde que un chino pidió un pangolín a lo pobre, allá por 2019, con lo que dio inicio a una de las épocas más complicadas de las últimas décadas en todo el mundo.
Salvo Corea del Norte, que, gracias a otro de los milagros de su obeso e inefable líder, prohibió por decreto que el coronavirus que tanta gente mató en el resto del planeta causara problemas mayores en su territorio.
Acá, lamentablemente, no tenemos un Kim, así que ni Piñera ni Boric pudieron pasar por encima de lo que la ciencia, y no la magia, recomendaban para atenuar los efectos del terrible mal que nos cayó encima sin tener arte ni parte en el asunto, ya que ni en las ramadas ofrecen pangolín a lo pobre.
Fue así como llegó a todos nuestros hogares la imprescindible mascarilla.
Al comienzo, no existía la cultura del uso del tapabocas, barbijo, o respirador, como se les conoció en otros países cercanos, pero mascarilla para nosotros, así que hubo que improvisar.
En todos los hogares afloró la creatividad, y aparecieron los modelos hechizos, generalmente con géneros lo más impermeables posible. Como se trataba de impedir el ingreso de gérmenes malignos, no faltaron los que se fueron al chancho y por poco no se hicieron trajes de astronauta.
De haber tenido plata, lo hacen, pero cuando preguntaron a Estados Unidos cuánto costaba el metro de nomex, teflón y kevlar, que constituye lo esencia en la tenida espacial, optaron por métodos domésticos.
Luego apareció la venta de mascarillas, que resultaron de diversos tipos: de dos capas, de tres, de cobre, quirúrgicas, de mayor o menos tamaño, ideales para poder salir al centro sin temor a los acreedores o a la suegra, pero finalmente prácticamente todos terminamos con la que se universalizó, con precio de una luca por 50 unidades, vendidas en la calle.
Para dolor de los vendedores, muchos de los cuales van a quedar acachados por largo tiempo, ya se anunció que a partir del 1 de octubre se pone fin a unas cuantas restricciones sanitarias relacionadas tanto con el uso de la mascarilla y la exigencia del pase de movilidad o permiso de circulación, como dice un amigo mío.
Ya se sabe que desde la fecha indicada (no antes, vivarachos), se podrá circular por prácticamente todas partes, pero ¡ojo!, no todas. De partida, hay que tener claro que no se puede llagar a cara limpia hospitales, clínicas y otros centros sanitarios.
Tampoco podrán lucirse como si nada los que todavía sigan contagiados y se recomienda a las personas permeables a éste y otros males que continúen enmascaradas en los espacios públicos que representen riesgos.
Es importante tener claro que el bicho no ha sido borrado de la faz de la Tierra y más de alguna desagradable sorpresa, como una nueva variante, nos puede dejar caer cuando estemos de lo más confiados.
De la misma forma, es necesario que quienes no han completado el esquema de vacunación dejen de hacerse los gringos o los Novak Djokovic, porque no todos tienen la fortaleza natural de un súper deportista. En la medida que se logre que los últimos porfiados pongan el bracito frente a la jeringa, más fácil va a ser salir adelante.
Antes de comenzar a despedirnos de la mascarilla, hay que reconocerle que salvó el pellejo a millones en todo el mundo. Nunca lo vamos a saber, pero es seguro que en más de una ocasión cada uno de nosotros tuvo al bicho mirándolo a los ojos, pero no pudo pasar gracias al trapito con tirantes. Por eso hay que amarla.
En sentido opuesto, hubo muchas oportunidades en que lo único que quisimos fue tirarla a la basura, porque nos sentimos ahogados, acalorados o porque no pudimos dar un beso bien dado. Ahí fue cuando la odiamos.
La mascarilla va a ser el ícono, símbolo o emblema de una época durísima, que nos va a recordar a los familiares, amigos o conocidos que no pudieron contar con ella en el momento adecuado para espantar a la muerte.
Por todos ellos es que tenemos que seguir cuidándonos, por mucho que el 1 de octubre nos entregue nuevas libertades. También exige modernas responsabilidades.
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