A Peter Rock lo conocí el 2016 cuando mi amigo músico y hombre de radio Miguel Ángel González me llevó a su departamento en Concón para ver si era posible hacer un libro sobre su vida. Nunca me imaginé que cuando bajábamos a pie por Villanelo Alto en el sector de Traslaviña, aquel día, sin yo pensarlo, volverían las canciones de mi niñez envueltas en un tiempo casi olvidado junto a Miguel Ángel riendo y bromeando por las escaleras empinadas.
Puedo decir que el tiempo que ocupé para construir la obra fue insuficiente y también lo fue la enorme distancia que mediaba entre mis años de música nuevaolera en Coyhaique y esos 54 años después en medio de un impresionante abismo entre el niño que fui y el viejo que se presentó aquella tarde en Concón.
Su triste y caótico final
Cuando Peter falleció en Abril de 2016 víctima de una brutal esclerosis lateral amiotrófica, el mundo se vino abajo para la familia. Su mujer, Nileya, fue la que más directamente acusó el impacto de la enfermedad al encontrarse a su lado día y noche. Justo cuando comenzaba a caer la noche, en su pequeña habitación con vista al mar de su departamento de Concón, conectado a un respirador artificial, se fue de esta vida durmiendo.
El mismo día que Peter murió era el cumpleaños de Nileya y ya los amigos de la mujer estaban anunciando visitas para saludarla y estar con ella. Se encontraban parte de las amistades y colegas de la pareja, Horacio Cerutti, Alfredo Graciani, Patricia Wurth, Patricio Alvarez, Manuel Massú, Francisco Chahuán, Luis Riquelme, Mariano Barros, Ricardo Miller entre varios otros. Toda esa gente pasaba de la fiesta de la terraza con martinis y sours a la inesperada quietud de Peter muerto en el piso de más abajo..
Era tal como él lo hubiera querido, tal como lo había dicho tantas veces. Fiestas y risas, música y ritmo el día de mi muerte. Fue el último sábado del rock’n’roll, la última fiesta, su última salida a escena en el leve sucumbir junto a una máquina que continuó respirando sola en medio de un macabro ritmo acompasado .
Conservo su triste voz en las grabaciones rescatadas el 2015. Me quedan sus escenarios y canturreos llenos de sonrisas y eternidades y las semanas juntos, casi siempre solos en el departamento.
Desde Eisenstadt a Santiago de Chile
La historia se escribe en Viena, enredada en la cuna musical de los niños cantores de la post guerra, de las casas y pisos destruidos por las explosiones y los tanques, de la búsqueda de trabajo de la familia al llegar a Chile y de la rápida incursión en el canto y las radios luego de matricularse en liceos santiaguinos.
La novela presenta un estilo biográfico, y crece guiada por los acontecimientos de la niñez, con sus amigos, sus primeros juegos y el contacto con la tierra y la familia. Luego, en medio de incansables odiseas, aparece el viaje en barco, la llegada a Santiago y la búsqueda de trabajo de sus padres. Sin duda, nadie se pierde ahí en la maraña de un mundo literalmente opuesto a Austria, donde tuvieron que aprender a conocer el ambiente, el idioma español y relacionarse lo mejor que pudieron con los nuevos amigos.
Notables resultan los espacios escolares, donde conoce a amigos como Chino Navarrete y Luis Dimas. Su nombre se suma a una veintena de nuevos jovencitos coléricos cuyo sueño es escuchar los gritos de sus fans encima de los escenarios.
Para Peter Mociulzky la capital chilena resultaba encantadora y vital, con once años ya cumplidos. Por ahí se movió en medio de muchedumbres y abrió los ojos para contemplar visiones nunca antes conocidas.
El rock, con lo que todos respiran
Lo que se cuenta en el libro, es la historia de un rock desconocido que un chico austríaco pasó por las fronteras envuelto en papeles delicados desde la Academia de los Niños Cantores de Viena.
Cuando despuntaba la adolescencia, llegó una música crispada que se derramó en las calles. Peter entró a los colegios y supo de radios, discotecas, locutores y quinceañeras. Pero serían las salas y pasillos de los liceos que lo harían conocido. La sociedad santiaguina hacía iluminarse tablados nuevos en un país que abandonaba la parsimonia y la postración donde de pronto aparecieron de la nada jóvenes turbulentos, con una música clavada en las partituras norteamericanas.
En 1956, a la edad de 11 años Peter tendría un escarceo con el estrellato. Corrió a presentarse al Calducho de la Portales acompañado por su madre, padrastro y hermanos y a los días ya lo estaban mostrando en escenarios estudiantiles. La suya era una voz potente y enérgica que le haría ganar adeptos. Se cubrió de gloria con un inglés vigoroso y champurreado logrando que el rock viniera a quedarse para hacer resplandecer a los jóvenes de toda una generación.
Mientras tanto, los papás controlaban la música dentro de las casas, manejando perillas, volumen y sintonía en unas radios a tubos que lucían como muebles. Cuando aparecieron los pickups portátiles de baquelita con colores chillones y maletín, los chicos se llevaron al dormitorio la música de su agrado.
Un país de Beatles y Presley
Al llegar los 60, cuatro adolescentes que cantaban como los dioses, vestían de terno y corbata y lucían estrambóticas melenas con chasquillas, se subieron a un cuadrimotor y volaron desde Liverpool a New York para alborotarlo todo. La historia musical, a partir de ellos, mostraría un antes y un después y ese mismo día unos 73 millones de personas verían en blanco y negro a los Beatles en sus pequeños televisores. Era un 9 de Febrero.
Ocho años antes, en el verano de 1956, se anunciaba el estreno de Rock around the clock, en el Teatro Real de Santiago y las timoratas juventudes de la época se entregaron al endemoniado ritmo del rock’n’roll. Peter Rock se escuchó en las radios y su música estilosa llegó hasta los patios del Liceo Alemán, el Calasanz y el Lastarria, se adelantó a su tiempo en medio de las frondosas camelias del Patrocinio, el antiguo INBA y el Verbo Divino, dejando huellas eternas en salas y pasillos del San Ignacio, el Borgoño y el Amunátegui. Cientos de liceos empezarían a tomar su figura como la de un ídolo y su nombre entró a todas partes como una verdadera exhalación. Cuando apareció la imagen sediciosa de James Dean en Rebelde sin causa, el nivel de sintonía por la música tocó el cielo, provocando un estampido que pulverizó la mojigatería juvenil. Estaba comenzando 1960. Peter había ganado una popularidad impensada, se presentaba en escenarios colmados de fanáticos y había logrado grabar con Galleguillos y Camilo Fernández nada menos que dos covers de moda.
El papel lo aguanta todo
Esta novela logró el éxito esperado y rasgó vestiduras acerca de la llama ardiente de los melenudos de la nueva ola. Nunca estuvo mejor aspectado el joven austríaco Peter Rock que entró en los escenarios siempre logrando emocionar a sus seguidores y calcetineras.
En Coyhaique, acurrucado en un guindo que había en el patio de la casa natal despertaban los sueños adolescentes con Peter Mociulsky, tarareando Entre la Arena y el mar y las decenas de rockanroles que imitaba de los importantes programas juveniles.
El mundo se hizo estrecho ante el derecho de protestar, el aire se llenó de música y sueños. Esos mismos que aparecen en el libro que ahora hojeo para mostrárselos.Nunca podré olvidar la experiencia de estar en esos años siendo niño con Peter en mi oreja y después de 50 años estar con él en su casa conversando.
Su muerte lo interrumpió todo, después de haber triunfado en el mundo entero y de regresar a Santiago donde Don Francisco lo acogió en sus programas. Fue protagonista de una película y se vino a vivir a Concón, hasta que la maligna enfermedad se lo llevó para siempre.
Entre todas las épocas de la vida, siempre habrá agujerillos casi invisibles por donde se quiere colar el pasado. En Peter, cuya figura representa ese rock chilensis que llegó para quedarse, se dibujan todavía sus afanes de ser el amigo que datea escenarios, el que se sube a las nubes para gritarnos en inglés que una garza se posó en la gran chimenea de su casa natal de Eisenstadt para contarnos sus sueños de música y rock escapando de la guerra y muriendo con sonidos y acordes a todo volumen en sus oídos.
OSCAR ALEUY, autor de cientos de crónicas, historias, cuentos, novelas y memoriales de las vecindades de la región
de Aysén. Escribe, fabrica y edita sus propios libros en una difícil tarea de autogestión.
Ha escrito 4 novelas, una colección de 17 cuentos patagones, otra colección de 6 tomos de biografías y sucedidos y de 4 tomos de crónicas de la nostalgia de niñez y juventud. A ello se suman dos libros de historia oficial sobre la Patagonia y Cisnes. En preparación un conjunto de 15 revistas de 84 páginas puestas en edición de libro y esta sección de La Última Esquina.
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