Hace un par de días se me ocurrió subir una foto al único perfil que mantengo en una red social. Lo hice porque venía al caso tras la eliminación de la selección peruana del Mundial de Catar.
En la imagen aparezco caminando por una calle equis de una ciudad equis en compañía, nada menos, que del mejor futbolista peruano de todos los tiempos, el formidable Teófilo Cubillas. Para los jóvenes que no conocen su nombre, puedo señalar que, entre otras cosas, el Nene, como se le conoce coloquialmente, figura entre los más prolíficos goleadores de los campeonatos del mundo, y eso que solo participó en dos. En México 70 se cuadró con cinco pepas y en Argentina 78 repitió la gracia, con cinco más. Los conocedores del fútbol saben muy bien de quién se trata.
Tuve la oportunidad de entrevistarlo y la conversa se extendió por largo rato, porque fue tan crack tanto dentro de la cancha como más allá del rectángulo donde tanto se goza o se sufre. A pesar de que ya era universalmente reconocido, seguía siendo un tipo amable y muy sencillo, sin las ínfulas que se dan algunos que le pegaban con los tobillos a la pelota y que luego del retiro intentan hacer creer que estaban entre Pelé y Maradona. Incluso acompañé a Cubillas a una tienda, porque quería comprar algo de ropa.
Tengo pocas fotos con grandes personajes, a pesar de que en mis años de periodismo intensivo tuve la ocasión de estar cerca de reyes, presidentes, artistas de renombre, otros deportistas de primer nivel, científicos, filósofos, grandes académicos, etc., etc., incluyendo al Hombre Lobo, un circense mexicano que tenía pelos hasta en la lengua y en el cerebro, según él mismo.
En mi casa el único retrato que guardo enmarcado es el que me muestra conversando con Muhammad Yunus, el emprendedor de Bangladés, que ganó el Premio Nobel de la Paz en 2006 por haber creado el Banco Grameen, que fue conocido como el Banco de los Pobres. Yunus visitó Valdivia invitado por el recordado diputado Roberto Delmastro, en cuya casa se desarrolló la entrevista. El economista fue cuestionado tras el premio, pero, bueno, no todos los días se conoce a un Nobel.
Tengo varios amigos que apenas se toman la molestia de lucir sus logros o alegrías en las redes sociales, porque prefieren cultivar un bajo perfil. Sin cachiporrearme, yo mismo me meto fundamentalmente para molestar o echar una talla a los más cercanos, casi siempre por razones futboleras.
Sin embargo, también están los del otro extremo. Son los que parecen estar convencidos de que sin ellos o ellas el mundo va a ser víctima de la caída de un asteroide peor que el que se echó a los pobres dinosaurios.
No me refiero solamente a los políticos cuando están en campaña, ya sea para optar a un cargo público o para que se apruebe o rechace el Texto Constitucional. Ellos tienen sus razones y a pesar de que por momentos se hacen insoportables, hay que entender que están en plena pega, porque para eso les pagan. Les pagamos, mejor dicho.
Hay personas, muchas veces muy agradables en el trato cotidiano, que viven obsesionadas con poner una foto en la red, aunque no tengan nada interesante que decir ni que mostrar. Simplemente quieren llamar la atención y decir que están vigentes. Ni hablar de lo que ocurre cuando bueno se cruza en su destino. Ellos son los cultores de altísimo perfil, que muchas veces nos lleva a decir ¡Otra vez este gallo o esta galla!
Más seductores son los personajes que utilizan esas páginas para mostrar las gracias de sus reglones. Perros y gatos colman la pantalla, muchas veces porque sus humanos estaban aburridos y no encontraron nada mejor que hacer.
Para terminar, traigo el recuerdo de un amigo extranjero, colega por añadidura, que llegó a Valdivia buscando mejores aires laborales. Fue antes de la aparición de las RRSS.
Era un hombre joven, que no se perdía ocasión para meterse por delante de autoridades y personalidades del ámbito que fuera, para estar en el primer plano de la fotografía de rigor. Si había un corte de cinta, fijo que tenían que quitarle la tijera para que la ceremonia continuara.
Tuvo dos momentos especialmente gloriosos, las visitas de los Reyes de España, primero, y la del entonces Príncipe Felipe, el actual soberano, más tarde. El metiche logró su objetivo, se metió en casi todas las fotos, y hasta dio la mano al monarca, instante que fue captado por los colegas gráficos, más que nada para hacerlo feliz y, de paso, mostrar al resto del gremio hasta dónde podían llegar tamañas muestras de audacia y avidez de fama.
No tenía nada que hacer en esos lugares reservados a los auténticos anfitriones de las coronadas visitas, pero siempre conseguía colarse, burlándose de los severos equipos de seguridad nacionales y extranjeros. Fue tan exitoso este intruso importado, que nunca lo vimos salir a patadas, como seguramente lo merecía. Menos mal que todavía no era la hora de los celulares con cámara, sino hasta selfies se hubiese tomado con los visitantes.
El muchacho siguió su marcha en búsqueda de mejores aires. Acá ya había tocado techo. Supimos que se fue al norte, pero todavía no lo hemos visto con Obama, Trump o Biden. Por lo menos tenía buenas intenciones, a pesar de su sobredimensionada pasión por meterse donde no había sido invitado.
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