La Región de Aysén está de luto, Héctor Sepúlveda Cárdenas, conocido popularmente como “Lindo lindo” falleció en Villa O’Higgins a los 87 años.
Las nuevas generaciones de ayseninos puede que no lo conozcan, pero en la década de los sesenta, en medio de los problemas limítrofes con Argentina, se hizo famoso por preferir seguir siendo chileno y abandonar sus tierras en Laguna del Desierto, ante la presión de los gendarmes argentinos.
“Lindo lindo” fue hasta invitado al Palacio de La Moneda en Santiago, lo homenajearon por su patriotismo, le prometieron entregarle nuevas tierras y … nada de eso pasó. Héctor Sepúlveda lo perdió todo por preferir seguir siendo chileno.
De acuerdo al libro “Historia de Aysén” de Hernán Ortega y Anabella Brünning, ya desde 1920 vivían en Laguna del Desierto varios colonos chilenos y en 1935 se dio título provisorio de dominio a Ismael Sepúlveda Rivas y a su fallecimiento sus hijos inscribieron el título en Chile Chico.
Según la investigación de Ortega y Brünning En 1956 vivían 16 familias en Laguna del Desierto, unos 74 chilenos y chilenas, en el Hito 62.
Héctor Sepúlveda reunió como herencia de su padre unas 4.800 hectáreas, muchas de ellas montañas inaccesibles, la cual fueron reconocidas por decreto supremo 562 del Ministerio de Tierras y Colonización.
Con dicho documento parecía que el patrimonio de Sepúlveda no estaría en peligro.
El libro de Ortega y Brünnig cuenta que un 6 de octubre de 1965 se presentaron en la casa de Sepúlveda una patrulla de gendarmes argentinos.
Los uniformados le notificaron que tenía 25 días para presentarse en Río Gallegos, Argentina, para que normalizara su “situación de ocupantes en territorio de Argentina”. Esto representaba un acto sorpresivo de rompimiento de status quo limítrofe.
El colono dio aviso a Carabineros sobre su situación, entre ellos al mayor Miguel Torres y al ya conocido teniente Hernán Merino e incluso los acompañó varias veces en los terrenos en disputa.
Posteriormente la tragedia ocurrió un 6 de noviembre de 1965 con un tiroteo donde fallece el teniente Merino al recibir una bala en el pecho de parte de los gendarmes argentinos.
La situación provocó una crisis diplomática entre Chile y Argentina, pero el presidente de la época, Eduardo Frei Montalva, nunca quiso adoptar una actitud beligerante.
La efervescencia que provocó la muerte del carabinero hizo que en Santiago apedrearan la embajada argentina y el edificio de las Aerolíneas Argentinas.
La diplomacia chilena tampoco estuvo a la altura. Nunca pidió a Argentina el desalojo del lugar ocupado por los gendarmes y ocupó los terrenos de la familia Sepúlveda lentamente, en especial entre 1981 a 1989, según consigna el libro “De la Trapananda a Aysén” de Mateo Martinic.
El resto de la historia es conocida y quedó sellada en 1994 con el fallo definitivo.
Sepúlveda estaba donde las papas queman.
Las familias chilenas se veían forzadas a viajar a la capital de la provincia de Santa Cruz, Río Gallegos, y “regularizar” su situación, esto en muchos casos era nacionalizarse argentino.
Héctor Sepúlveda no quiso dejar de ser chileno y el precio fue grande. Perdió todas sus hectáreas, todas las tierras de su padre y donde quedó sepultada su madre Sara Cárdenas.
En medio de todo el ambiente de nacionalismo fue invitado por el presidente Eduardo Frei a La Moneda, lo homenajearon y le hicieron la promesa de entregarle terrenos en reparación en Villa O’Higgins, pueblo que se empezó a formar en 1956.
Iba a ser una reparación por todo lo que perdió y un apoyo por su fidelidad y patriotismo.
Lo cierto es que don Héctor, después de perder sus tierras, vivió casi siempre de allegado y la ayuda prometida por el Estado nunca se materializó.
El periodista Alipio Vera le hizo una entrevista hace unos años donde relató la pérdida de lo que era suyo, según cuenta en una columna que difundió en el diario El Divisadero.
Sepúlveda regresó a lo que era su casa, tras 54 años de su expulsión, junto al periodista Alipio Vera, el ex alcalde de O’Higgins Roberto Recabal, el camarógrafo Carlos Aguilar y el último sobreviviente de la patrulla del teniente Merino, Washington Soto.
En aquella oportunidad visitó la tumba de su madre Sara, en medio de un momento emotivo. Las lágrimas rodaron por las curtidas mejillas de ese duro patagón, según recordó en sus redes sociales Carlos Aguilar, uno de los presentes en dicho episodio.
Ese momento, tal vez, fue el cierre de un dolor que lo acompañó toda su vida y que el Estado de Chile no supo valorar ni agradecer.
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