Era un infierno de agua. Juan Roa jadeaba agarrado a un palo, las olas le golpeaban la cara una y otra vez, cerraba y abría los ojos. La sal le impedía ver bien.
Miró hacia Corral y se dio cuenta de que lo que era el muelle ya no existía. El mar se lo había llevado todo.
Vio las casas flotando en el agua como si fueran barcos a la deriva. Era impresionante. Escuchaba gritos a lo lejos y llantos de niños.
El frío del mar debilitaba sus músculos, pero una fuerza interior lo impulsó a aferrarse con más fuerza del palo hasta que de pronto vio un montón de madera de casas que habían sido arrastradas.
Como pudo se subió a la pila de escombros flotantes, respiró profundo y se tumbó en un gran planchón, que de seguro antes había sido la pared de la casa de una familia corraleña.
Imaginó a esa familia y supo que no podía morir, por su esposa, por sus hijos. Debía sobrevivir.
Juan Roa era el piloto del remolcador ‘Pacífico’, embarcación que fue tragada por el mar en la bahía de Corral el 22 de mayo de 1960. Desde esa fecha han transcurrido 62 años.
Ese día marcó para siempre la vida de este hombre.
En sus últimos años de vida, Juan vivía en calle Dublín, en la población Huachocopihue de Valdivia que surgió después del terremoto.
Allí, días posteriores al desastre natural, se instalaron los llamados “ruqueros”, familias valdivianas que se habían quedado sin nada tras el cataclismo.
Con el relato del “terremoteado Roa”, como lo bautizaron después del mega desastre de 1960, Grupo Diario Sur da inicio a la serie Sobrevivientes, espacio que contará las vivencias de personas que han logrado torcerle la mano al destino en situaciones al límite, como graves enfermedades y complejos accidentes.
Sentado en un gran sillón de cuero negro, luciendo un chaleco de lana café, un buzo y pantuflas con chiporro que parecen zapatos de esquimal, Juan esperaba ansioso a contar la historia que para él era imposible de olvidar.
Con la mirada despierta, clavada en un punto invisible, se acomodó, inclinando su cuerpo hacia adelante, preparándose para contar su inolvidable odisea.
“A Corral le dicen Pancho Chico”, dice risueño desde su sillón, y es que Corral es un Valparaíso de dimensiones pequeñas para quien lo visita con su gran bahía y sus muchos cerros como el Marina, Caupolicán o Tacna.
El 22 de mayo de 1960, la tripulación del ‘Pacífico’ era liderada por Juan, patrón de la nave, quien estaba acompañado por el maquinista Baltazar Henríquez, los marineros Tito Soto y Juan Fuentes, junto al fogonero Osvaldo Álvarez.
De todos ellos, el único que sobrevivió ese día fue Juan, quien en ese entonces tenía unos 45 años.
El experimentado hombre de mar trabajaba en la empresa naviera de Guillermo Prochelle, un conocido acaudalado del negocio mercante de Valdivia.
En el relato de su historia, recuerda que ese 22 de mayo nunca debió pilotear el ‘Pacífico’, pero la noche anterior recibió la orden de comandar el remolque, pues el patrón original no podía tripular aquel domingo.
“Para más recacha, el barco se adelantó a recoger la carga a Corral”, reclama Juan, años después de ese histórico día y con una sonrisa pícara de ex hombre de mar.
Todo se dio para que se convirtiera en un “Ulises valdiviano”, protagonista de una nueva “Odisea del siglo XX”.
Juan zarpó con el ‘Pacífico’ desde los muelles de la ciudad de Valdivia y navegó por el estuario de los ríos hacia la bahía de Corral.
La embarcación estaba en el mar cuando se produjo el primer temblor, por lo que no sintió nada, pero sí le llamó la atención que “el agua saltara”.
El ‘Pacífico’ llegó al puerto de Corral, dejaron las lanchas amarradas a la boya y cuando Juan estaba en el muelle sintió el terremoto de magnitud 9,5 grados (Mw).
“Ahí se cortaron las amarras del barco y quedamos al garete, mientras el nivel de la marea subía extrañamente”, recuerda décadas después, ya con la cabeza un poco calva y un bigote gris bien recortado.
El mar se comenzó a retraer y regresó como una ola gigante que arrastró las embarcaciones y arrasó el puerto de Corral.
“Los muertos de cemento se levantaron porque las amarras eran cortas de donde estaban las boyas”, explica en relación a cómo afectó el sismo a las bases de hormigón del muelle.
“Teníamos amarradas diez o 15 lanchas y nos fuimos con todas”, agrega.
En ese momento, Juan relata que vio cómo las cadenas del ‘Canelos’ se rompieron.
“Pasamos por la proa de ese barco con una corriente que ya nos daba vuelta y después vi que el ‘Canelos’ cortó para Los Molinos”, relata.
Sobre el remolcador ‘Pacífico’, Juan dice que no era más que “un cacho viejo, medio malo y de poco andar”.
“Cuando se levantó la segunda ola del maremoto, la tripulación intentó escapar hacia Valdivia, pero se hizo difícil”, asegura.
Los tripulantes vieron a varias lanchas varadas en el puerto, pero vino la tercera ola, la más grande de todas.
“Era una ola que venía dando vuelta con barro y arena, nos agarró y bota cholo”, recuerda.
Relata que cuando el maquinista vio la inmensa ola desde lejos, se metió a la máquina y cerró la puerta de metal.
“Ese gallo quedó ahí encerrado. Fue su tumba”, enfatiza.
La ola dio vuelta de campana al ‘Pacífico’ y se lo tragó. Nunca más se encontraron los restos de dicha embarcación.
Con el mar sobresaltado, sintiendo en sus oídos la presión de las aguas y la falta de aire en sus pulmones, Juan intentó desesperado subir hacia la superficie sin que pudiera ver nada.
De pronto, abrió los ojos y sintió la hélice del barco ‘Chancharro’ pasar a centímetros de su cabeza.
“Salí a flote y al rato vi al fogonero. Estábamos distantes a diez o 15 metros y le grité: ¡Álvarez, a ver si podemos llegar al faro de Niebla, ahí nos puede botar la mar!”, relata Juan. “Movió la cabeza diciéndome que sí”, agrega.
Recuerda que el fogonero estaba convaleciente por unas quemaduras que tenía en su cuerpo, lo que le quitó fuerzas para nadar.
Al rato, Juan recuerda que volteó la cabeza para mirar a su compañero, pero no lo volvió a ver nunca más.
“Pasó un palito de alerce y ahí me aguanté”, se acuerda.
“De repente cambió la marea y se venía a Valdivia. Vi las casas hechas pedazos en Corral y una cantidad de madera, donde me subí sobre unos planchones, hasta que llegué a Cutipay”, dice Juan.
“Había faluchos (botes) varados por toda la orilla, pensé llegar a la isla Reina Sofía, pero no avanzaba nada y se me ocurrió tomar dos palos secos, los amarré y con las manos remaba, con eso salí a Cutipay”, cuenta sobre la travesía.
Arriba de esos planchones vio al ‘Canelos’ varado y pensó que su tripulación estaba muerta. Más adelante se enteraría que todos se salvaron de milagro.
El ‘Canelos’ sigue en el fondo del estuario del río Valdivia hasta estos días y es el símbolo de lo dramático que fue el maremoto en Corral.
El patrón del “Pacífico” tocó tierra en la noche de ese 22 de mayo.
“Estaba medio muerto de cansancio, pero mi corazón se llenó de alegría después de salvarme de una muerte segura”, expresa.
“Sentí el ruido de un estero y subí a tierra, pese a la fuerza de las marejadas y llegué al campamento de la maderera Da Bove en Cutipay”, agrega.
Recuerda que salieron unos obreros a encontrarlo y le prestaron ropa. “Esa noche compartí un mate caliente con ellos”, narra sobre ese momento que fue un alivio impensado ante la magnitud de lo vivido.
A esos obreros, les contó por primera vez su historia, quienes escucharon con asombro su milagrosa odisea. Esa noche, Juan renació como el “terremoteado Roa”.
Juan recuerda que esa noche del 22 de mayo durmió bien, aunque los extraños ruidos del mar aún se escuchaban desde la tierra.
A la mañana siguiente, los obreros decidieron que era preciso volver a Valdivia para buscar a sus familias. Juan se unió a ellos en esa nueva aventura.
En la orilla encontraron lanchas varadas, pájaros y peces muertos, además de una serie de indescifrables desechos.
Así, se armaron de una improvisada chalupa de seis remos y volvieron a Valdivia. Los obreros le pidieron a Juan que dirigiera la artesanal embarcación.
“Usted es más ducho que nosotros en cosas de la mar”, le dijeron en los términos propios de hombres de mar. Juan era un experto.
Así, entre todos lanzaron al agua la improvisada balsa y trataron de remontar las aguas del río Valdivia.
Rumbo a la ciudad, la chalupita de Roa se encontró con el falucho ‘Gaviota’ y sus tripulantes reconocieron al patrón del “Pacífico”.
La alegría se desató cuando Juan y los obreros de la maderera Da Bove subieron a cubierta. No podían creer que Juan estuviera vivo.
Tras el reencuentro, llegaron a la desembocadura con el río Cruces y siguieron por las aguas del río Valdivia hacia la ciudad. Era el 24 de mayo, ya habían pasado dos días desde el terremoto.
Juan dice que sus ojos no podían creer lo que vieron. La ciudad había sido castigada con dureza, como si le hubieran lanzado una bomba atómica.
Edificios y casas destruidas, gente deambulando de un lado a otro buscando entre los escombros. A Juan le dolieron los ojos y el corazón. “¿Cómo estará mi familia?”, pensaba con gran angustia.
Lo primero que hizo fue ir a la Gobernación Marítima de Valdivia, donde contó con detalle el relato de su historia de naufragio.
Recuerda que los marinos lo miraban con asombro, como si no pudieran dar crédito a que aquel hombre se había salvado de ser tragado por la furia del mar.
“Después de hablar con los marinos me fui a mi casa que estaba en el barrio Las Ánimas para ir a buscar a mi familia”, comenta.
En el camino se encontró con Ávila, uno de sus grandes compadres, con quien se fundió en un gran abrazo. “¡Compadrito, cómo se salvó! ¡Todos lo dábamos por muerto!”, recuerda que le dijo con alegría.
En Valdivia ya se había corrido la voz sobre el desastre en Corral y la esposa de Juan se había enterado de que el ‘Pacífico’ se había hundido. Ya lo daba por muerto, al igual que toda su familia.
Sin embargo, Juan seguía en su larga travesía para volver a casa. Decidió cruzar desde Valdivia al barrio Las Ánimas en la misma balsa que remolcó el “Gaviota” hasta la capital regional.
El barrio Las Ánimas está al otro lado del río Calle Calle y el puente que lo une al centro de la ciudad, quedó con sus accesos destruidos tras el terremoto.
Al cruzar a Las Ánimas, sus hijos pequeños lo reconocieron en la orilla del río y corrieron a recibirlo. La alegría fue indescriptible.
Su hija, María Mercedes, lo abrazó y se quedó con la mirada fija. Le impactaron sus ojos, inyectados en rojo, que evidenciaban la odisea vivida en el salado mar.
De la mano de sus hijos, el “terremoteado Roa” llegó a su pequeña casa en Las Ánimas.
Ahí se dio cuenta de que las casas del barrio no habían sido tan golpeadas por el terremoto, pero los vecinos estaban nerviosos y aseguraban que por las noches se escuchaban raros ruidos desde el río.
Tras dos días de intensa travesía para poder sobrevivir, entró a su casa y llenó de besos a su esposa. Junto a sus hijos, se dieron un abrazo eterno como familia, que alivió el corazón de Juan tras aquellos angustiantes días.
El “terremoteado Roa” se jubiló en 1962 de la Naviera Prochelle y sus últimos años los vivió tranquilo en la casa de Huachocopihue junto a su esposa, sus hijos y sus numerosos nietos.
Nunca dejaron de llamarlo el “Terremoteado” y siempre respondió con una sonrisa, la misma de los que saben que le torcieron el brazo al destino y a la muerte.
Juan Roa Gallegos no murió en el mar, sino que en 2010, en paz y acompañado de su querida familia.
Este relato fue la última entrevista que entregó a un medio de comunicación antes de partir, y se mantuvo en archivo desde 2005.
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