La Última Esquina

Gilberto y Avelino, importantes payadores de los principios de Aysén

Por Óscar Aleuy / 20 de octubre de 2024 | 10:19
Gilberto Oria y su hijo Segundo dejaron establecidos importantes parámetros en la cultura musical de Aysén (Fotos Grup NLDA)
Cualquier caserón de Aysén, la ermitaña tapera botada en la huella o la casa de tejuelas levantada por chilotes a punta de hacha, tiene su razón de ser en Aysén. Pasa lo mismo con los primeros vivientes de los tiempos iniciales.
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A Gilberto Oria le gustaba ir por la vida recordando a sus amigos muertos. Seguro que cuando niño, miró detenidamente a los gauchos cercanos que irrumpían por la casa natal. Y le dio por vestirse como ellos en la soledad de sus palos de leña y sus sembrados. Me lo dijo una vez cuando lo invité a charlar en los programas de la radio donde se escuchaban las tertulias con chascarros de humor reminiscente. Mientras afinaba su guitarra, yo pensaba en este maravilloso y sonriente amigo que calzaba sus botas de desenfreno e inspiración. Sus campesinos más cercanos eran amigos desde el mismo nacimiento en el Cerro Galera del Blanco. Un día incluso me fue a dejar a mi casa una de esas listas de amigos muertos. Estaban todos sus nombres en un poema genial que me entregó sorpresivamente. Vi brillar sus ojos en la serenidad de su semblante.

―Usted estaba ahí, yo lo vi entre la gente —me dijo, con una sonrisa. 

―¿Dónde? —le pregunté sin entender.

―En el festival de la escuela —me gritó. Yo me subí al escenario a declamar este canto a mis pioneros. Y usted fue a verme por detrás de la gente para saludarlo en su programa. Me han llamado muchos para felicitarme.

Una maraña de cuartetas

Eran más de 500 nombres ordenados en un verso eterno, con detalles asombrosos de los primeros tanteos de la daga del ensueño:

Cada colono que nombro, a todos los conocí, a don Eugenio Solís, Mora y un Carlos Pinilla,

a Roberto Jaramillo, Carlos Urrieta y Ramírez, eran esos los paisanos del Lago Azul y El Paloma 

a Valenzuela y Balboa, que perpetuaron sus nombres  atravesando distancias en ríos y portezuelos.

Este gran gaucho de Aysén creció a pleno campo, rodeado de las lunas heladas de junio, bajo el cielo intenso del caserón natal. Aquello suponía una gran oportunidad para llegar en puntillas hasta la cocina, donde unas rastras con adornos plateados colgaban de la pared de terciado en el calor agobiante de la cocina a leña.

Desde pequeño se amigó con muchos y hubo una callada tendencia de parecerse a ellos. Oria me recordó de pronto a Avelino Díaz, el padre gaucho de Porfirio que era diácono en el valle. Él también, al igual que Gilberto, caminaba a la pata del caballo, como los perros ovejeros con el pelaje invadido por las espinas de las pimpinelas. Me dijo que era de Chile Chico, y que a mí me gustaba hacer versitos por copia, que cada letra que escuchaba la escribía detrás de la guitarra con un pedacito de carbón.

Avelino Díaz, verseador y gaucho de Chile Chico para los tiempos de la Guerra de 1918 (Foto Porfirio Díaz)

El famoso cuento de las alpargatas

Hice un cuento con la historia de Díaz, donde a la mamá se le aparece un hombre que la acaricia frente a él. Me costó establecer un hilo conductor de la historia del niño gaucho y anudarla con la escena donde se saca las alpargatas marca Langosta para lavarse los pies en el arroyo. Es en ese momento que su madre se lanza al vacío al no poder soportar que los cachacos le mataran al hombre que amaba.

A medida que iba creciendo, Oria empezaba a relacionarse con grupos y personas que entraban y salían de una casa desmesuradamente alta y hermosa. Ese lugar lo obligaba a soñar y emocionarse, al mirar hacia el techo y encontrarse con los rayos del sol que transformaban en estrellas los dibujos de la pared. Eran de un papel mural importado que sus padres Edelmira y Juan de Dios habían traído de Comodoro. Corrían los tiempos de 1921, cuando se estaban construyendo los primeros caminos y una nieve de casi metro y medio cubría los campos aledaños.

La simbología de la burbuja

Cualquier caserón de Aysén, cualquier ermitaña tapera de esas que se ven botadas en la huella llena de historias jamás contadas, cualquier casa levantada por chilotes a punta de hacha, tiene su razón de ser en Aysén. Una especie de universo que es a la vez infinito y limitado. En este caso, es como sentirse habitante de una burbuja protectora que acerca el placer de los leños ardiendo hasta uno, con una temperatura grata que hace suspirar y estar bien.

El hueñe quedó huérfano cuando había cumplido los nueve. Mamá Edelmira se iba de este mundo en 1930 y Juan de Dios la seguiría cinco años después, por lo que prematuramente debió enfrentar un profundo sentimiento de orfandad que le llevó a estar junto a su hermana. Lo crió Clorindo Orellana, con quien tuvo la posibilidad de empaparse profundamente del carácter de la vida campera. Él lo amarró a la piedra fundamental de la vida, el contacto directo con faenas de señaladas, fiestas, tropas y juegos, que a la postre fundamentarían su postura existencial.

El valle Simpson y las escenas festivas

Don Clorindo manifestaba una cultura llena de reflejos que podían hacerla parecer simple y profunda. Como pude aprender después de un par de lecturas de John Banville, el presente es donde vivimos y el pasado donde soñamos. Creo en esta certeza del novelista irlandés, pero me surge una segunda premisa que me lleva a pensar conjuntamente en Gilberto y Avelino, como dos tallos duros y firmes que representan muy bien al hombre aysenino. Creo que, más allá de reconocer la medida de los tiempos que plantea Banville, hay que escucharlos cantar, versear, mentir juguetonamente, reír a carcajadas, contar mentiras y colgarse de las reuniones gauchas entre partidas de truco y botas de vino con tapa  de broca. Parece que, de esa manera, desde esa perspectiva, se puede uno acercar a comprender Aysén.

GILBERTO ORIA, payador de Cerro Galera (Foto familia Oria Coyhaique)

Valle Simpson estaba poblado por poca gente, todos recién llegados, entre los que sobresalían David Orellana, un ex combatiente de la Guerra del Pacífico, protagonista de la batalla de Chorrillos y Miraflores, quien había llegado al valle en 1910.

Por aquel entonces la madrina de don Gilberto, Juana Carrasco, era la esposa de don Clorindo, y le tocaba acompañar y ayudar a su querido hueñe, apelativo que el niño recibió desde muy pequeño. Había en aquella casa de niñez una victrola recién comprada para que el hueñe y su madrina se fueran a escuchar los discos de moda. La victrola se encontraba sobre un mueble antiguo de madera de caoba y el niño miraba la figura de un perro sentado frente una bocina con una frase en la que se leía La Voz del Amo y la marca RCA Víctor. La casa alrededor le iba envolviendo con su silueta alta y unos atractivos papeles murales escalaban el cielo raso con figuras estrelladas que se movían a la luz de los velones. 

El patio se alargaba desde un pozo de agua, gallineros, corralitos y cercados, hasta huertos caseros y sembradíos y árboles que habían traído en carretas desde Argentina. Uno o dos de ellos lo dejaron ahí con la misma barrica en que venía y años más tarde, cuando don Gilberto fue adulto regresó a esa casa y vio que la barrica permanecía alrededor del tronco, a unos cinco metros de altura, cerca de las ramas.

Subyugaban al niño detalles maternales como la presencia de esa mujer artista que interpretaba sones de mazurcas, milongas y vidalitas, proponiendo un encuentro de entreveros con gente de ambos países que compartían mismos instantes musicales. Ahí llegaban las cantoras campesinas Elisa Valdés, hermana de José Mercedes y esposa de Isidro Barros. También tocaba la guitarra Juanita Yánez y entre los hombres destacaba el inefable Matías Pardo, un improvisador musical y verseador que acudía adonde lo llamaran, bautizos, casamientos o fiestas de santos y cumpleaños. Distintivas y especialísimas son las experiencias que le tocó vivir con su abuelo Mercedes Valdés, un viejo roble del valle a quien todos consideran el patriarca, sabio, gaucho y campero más famoso y capacitado de esos años. 

Don Gilberto rememora su imagen de aspecto especial que infundía el monumental vozarrón de este hombre rechoncho y corpulento y de hablar atropellado que compartía su ración de aguardiente Rancho Alegre con sus amigos personales.

Conocí a Arturo Bello, de espíritu aventurero,exploró bosques y cerros, casi todo el litoral

pero les quiero aclarar que en este largo sitial aparecen claramente los que llegaron primero.

Ayúdame, ingenio mío, quiero poder recordarlos.Conocí a Delfín Cordero y a don Amado Delgado, 

un viejito guitarrero que es por todos muy mentado.

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Si bien no volví a ver a quienes me enseñaron a contar estas historias ayseninas, guardo en mi memoria todos los detalles que supieron fijarme en la cabeza sus eternas presencias acompañadas de rezongos y sonrisas. Fueron ambos algo impresionante para un productor de programas testimoniales que con el tiempo aprendió más de ellos que lo que le dejaron las escuelas y liceos.

Puedo concluir con esto que cualquier espacio cerrado en lo alto o en lo bajo donde conviven historias y biografías, da la misma sensación de habitar esas burbujas donde el tiempo se detiene y nos sonríe. Así los siento a ambos, llenos de música y gestos amistosos. Como una puerta de paso que nunca permaneció cerrada mientras estuve detrás de los micrófonos. 

Hoy Avelino y Gilberto, mañana ambos, ayer los dos juntos, hoy aquí, allá, en todas partes soñando el pasado que transformamos en la memoria y que hoy nos hace llorar pensando en lo que nos legaron.

 

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