En mi casa de roca enclavada en las alturas de Villanelo, el mar entra y sale en la distancia. No escucho el bruñir del agua en pleamar ni el graznido de las gaviotas que se pasean en una escandalera de alturas y vuelos rasantes. A ese lugar llegué enviado por el destino, en un regreso a los escenarios de mi adolescencia en la Católica de Valparaíso. Noble y sabio destino, volver a mis raíces del ser y el pensamiento, rodeado de palmeras y olor a mar tormentoso.
Hasta aquí llegaron mis cajas repletas de las muchas cartas de mis fieles auditores que, en un intento por meterse en la trama bucólica del pasado, quisieron protagonizar las mismas andanzas de sus abuelos en medio de la Patagonia. Acabo de acomodar en mis gavetas del taller, una colección de más de 800 casettes con entrevistas a los viejos.
Pero si hay algo que cautiva vivamente mi atención y restaura los transcursos y las edades de esta historia, es la multifacética agrupación de fotos arrugadas y desleídas que parecen compartir calladamente las imágenes de una vida distinta de los tiempos de 1900.
El libro de Melitón Acevedo
Ahora, por ejemplo, tomo un sorprendente libro que me entregara Melitón Avevedo de los bajos de Farellones durante una visita a su casa, una mañana soleada de octubre y que me lo confió como un tesoro que no se olvida, una música que sigue sonando a medida que el tiempo crece y un retazo de historia se queda jugueteando en el aire por lo buena y triste que es.
El libro se llama El Fogón de las tradiciones. Es una tirada en papel café, aglutinada entre dibujos e ilustraciones que vienen con lápices y plumas y sueños de libertad. Su contenido se deja venir en silencio y me mira de frente con el sabor de otras épocas que ya parecen desdeñadas para siempre.
Ese día que llegué a su casa del puente, Acevedo lo fue a buscar a un mueble frente al muro de cemento retocado al interior de una bodega que se caía de vieja. Quería enseñármelo. Ahí mismo, mirando el río, nos sentamos a conversar en un vuelo rasante de pájaros. Fue publicado en 1948 por Bell Editorial de Buenos Aires. Bajo sus hojas viejas se mecen historias contadas en silencio, racontos, pintoresquismo local, biografías de héroes militares y autoridades de épocas anteriores que dejan un sabor de poderío y atribución.
Principales asedios
El comandante Remigio Jéldres, guerrero del Paraguay, el general Urquiza, Bartolomé Mitre o Belisario Roldán aparecen como verdaderos retratos en una vitrina fenomenal. Son puestos de frente a los hechos que han perdurado por años. El mayor Caviglia, en medio del Jockey Club, junto al doctor Euardo Wilde desembarcan en Buenos Aires desde un puerto de Irlanda, y dormitan en uno de los divanes del salón de conferencias del congreso. Más allá, bulle la blanquecina sencillez de doña Dolores Lavalle, dama porteña que despierta deseos lascivos entre algunos colijuntos conferencistas.
En esa primera idea se asoma un mundillo de anécdotas, como el combate de los matecitos, el perro con plumas, la chambonada del Mocho o el ciudadano San Martín. Suenan también y se suman a la larga fila de capítulos de deliciosa facción, el ardid de Facundo Quiroga, las breves temporadas del estanciero Rosas y la solemnidad de Rivadavia. Se agrupan cientos de anécdotas y chascarros en una fundición de relatos de humor hilarante y casi pervertido.
Cuando se pasa a la segunda parte, aparecen los bailes de mi tierra. Pero no es un tratado ni una disquisición, sino versos vivos y sangrantes que están ahí frente a nosotros como una disposición de gota a gota, del verso que se acerca y explota en milongas porteñas, chacareras, gatos del pescuezo, huellas, coplas, triunfos, tandiles, cielitos y sajararas como ésta:
Dicen que las heladas secan los yuyos(Ay mirá!)/ Así me voy secando de los amores tuyos./ De amores tuyos sí, flor de romero (Ay mirá!)/ No le cuentes a nadie que yo te quiero.
Las palabras sobran cuando se trata de adentrarse en un mundo tan curioso como aberrante. Es el momento de los Bichos y los Yuyos. Bajan de la traba los animales y los bicharracos, abriéndose paso por las bridas del pastizal. El urubú carroñero, un abuelo que amaba su tierra y que la defendió del extranjero con bolas de piedra mora y flechas del Uruguay. El último fue un cacique fuerte y resistente, hizo crecer la herida que le abría el pecho y sacó su corazón afuera, rojo y libre, convertido ahora en paja encendida que se apaga para siempre.
Vuelan después los cuentos de tordos o yuyos de la sierra. Aparece el tatú, la casa para todos, la señorita Cascallares en una efusión lírica que determina la llegada de la nostalgia como un bien para el alma.
Motivaciones radiales en Coyhaique
El libro me acompañó por años largos en los programas radiales más esperados por una radio de iglesia de Coyhaique que reventó las sintonías, al aparecerse de sopetón ante un campesino lleno de mundos sin completar todavía por el crecimiento y el levantar vuelo en una época de meras sobrevivencias. Entró en silencio el chamamé paraguayo, arrastrándose por los coirones de Sarmiento y Comodoro, agarró pampa en Facundo, por Pastos Altos y se quedó durmiendo en Rawson para ver aparecer la luna y sus razones frente a Chile Chico y Balmaceda. No era para explicarlo, sólo se vivió así. Y entonces al llegar esa boca abierta y voraz que se tragó la enjundia de la tierra que se vive aburrida, se terminó la espera y se disfrutó la llegada de un nuevo estilo de hacer radio para el campo. Y entrar, ahora sí, a Valle del Simpson, a la Vista Hermosa, al Blanco, a Ñirehuao, Cochrane y acaso la Isla de los Muertos.
Las coplas y cantares me ubicaron de frente a un dibujo donde una china trenzuda y con una cinta en la frente cierra sus ruborosos ojos con la mano en el corazón para oír los requiebros de un gaucho amado y bien vestido que le ronronea al oído.
Cinco sentidos tenemos, los cinco los precisamos,/ Y los cinco los perdemos, cuando nos enamoramos.
Hay por ahí guasas del chanchero, musas del renguito, alegrías tristes, ojos culpables, chismes peligrosos y tristezas aparecidas. Llegan también luces para el camino que nunca termina, intenciones, contrapuntos, tropiezos, tartamudeos, inconstancias, un poco de cielo y cantares a fuego lento. Todo un tratado del arte de la creación verseada en coplas al aire y casi sin sentido.
No te cases con viejo por la moneda/ La moneda se acaba y el viejo queda.
Revisando algunas páginas
Se abre en la página 105 el arte de los cuentos. Y los cuentos que se cuentan abrazan las mismas penas y desconciertos de la vida de hombres solos y valientes. La broma del tapecito es una de las mejores, con un jactancioso muchacho que se las da de gran jinete sobre un bagual bramador que le mata.
Aparece un criollo machito, que por suerte viene de punta, a uno de los peones le da la maña de suicidarse, un paisano degüella un cordero y lo entierra en el sótano, otro catamarqueño que, de tan simple, llega a ser bruto, una yerra se viene en la estancia de Don Fermín, y un tercero demasiado chúcaro encuentra un espejo en un camino solitario. A esto se suman las mentiras de don Cirilo Lagunas, los anteojos del zapatero rebelde, y el vasco Ramón Rementería que al consultarle al médico sobre una cura para el asma, le abre un frasquito y le pregunta ¿Olió? Ya esta curado, son diez pesos. El vasco, se ríe, saca un billete de los grandes, se lo pasa por las narices al médico mientras le pregunta: ¿Olió? Ya está pagado.
Se agrupan después varias otras secciones, como los cuentos de animales y el dedicado a la inveterada costumbre de chupar una bombilla de noche y de día, el mate amargo, bebida tan característica de la Patagonia, el sabroso cimarrón que campea entre fecundas veladas, y derrama sus propiedades benéficas. Es un día que Dios le regala al hombre el mate, para que le cuente despacito las penas y las tristezas y le haga sentir su caliente mano de varón, un varón serio, callado y fiel hasta la muerte. No se olvidan aquí los lenguajes del mate y sus significancias: muy caliente, estoy ardiendo por ti; muy frío, me eres indiferente; muy dulce, qué esperas hablar con mis padres; mate amargo, quítate todas tus ilusiones, llegas tarde; mate tapado, calabazas; mate lavado, a tomar mate a otro lado; y mate espumoso, exquisito y fragante, te quiero con todas las de la ley.
El capítulo VIII se llama En broma. Hay viejos relatos de fogón, versos hilarantes, historias de personajes desconocidos, mentiras en verso, apasionantes altercados, descripciones con torrentes de arte poético, versos de cotorras, de santos, de muertos y de hechiceros y los consejos de un enterrador. Muy destacable es la leyenda del bagual bragado y la sección de dichos y refranes, a la que acompañan las más célebres relaciones en medio de los requiebros amorosos de la tradición de las pampas argentinas.
En este último salpicón poético no pudieron faltar las más entretenidas verseadas del juego del truco, los consejos gauchos en la pampa y en el rancho, la tapera, la yerra, la carreta y el ombú, términos que en Aysén se usan muy a menudo por boca de la gente de campo, emparentada con las tradiciones que vienen de muy atrás del tiempo perdido de los bisabuelos argentinos.
El libro concluye con los sucedidos y los más aplaudidos versos para jugar truco, ocasión que siempre estará presente en las reuniones de la gente de campo en Aysén. Parece ser que este juego de mazos se convirtió con el tiempo en una costumbre social sin precedentes.
Melitón, el iluminado
Si Melitón Acevedo no me hubiera dejado este libro, la mitad de mi tiempo en radio habría concluido inexorablemente. Durante años, el Fogón de las Tradiciones de Melitón se convirtió en principal resorte y en eje conductor del programa Entre Gauchos no hay Fronteras, y entró a los hogares como si fuera una llamarada de fuego inextinguible.
Es todo por hoy. Y siempre que se termina el truco y se apaga la luz, queda flotando la última maroma del consentimiento, la alegría y la furia de ser ganador en una región que sigue siendo el mejor continente para los siempre ayseninos nacidos y criados.
Pa’ terminar la reunión van a cantar mano a mano/ Lorenzo y el Entrerriano, payadores de mi Flor./ Una chaqueta muy corta se trajo don Sebastián,/ Un pantalón de bombilla y una flor en el ojal./ Asujete el parejero, no se apresure Marcial,/ Que aquí traigo en el ojal una linda y blanca flor/ Que me regaló Leonor al echarme el primer pial.
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