La Última Esquina
Por Óscar Aleuy , 25 de septiembre de 2023 | 08:05

Bruce Chatwin estuvo en mi casa en 1988, y nunca supe quién era

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Bruce Chatwin y el autor Oscar Aleuy a minutos de salir al viaje hacia Mano Negra y Ñirehuao en un Toyota Corolla.
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La visita de Chatwin a Coyhaique, la realizó de incógnito, pero aquella vez necesitaba un guía y los de Funda lo mandaron hacia mí… Por Óscar Aleuy.

Faltando pocos años para su fin, el laureado escritor británico Bruce Chatwin estuvo en mi casa de calle Ignacio Serrano. Alguien le había prestado un auto viejo y pasó temprano a buscarme una mañana fría de otoño para trasladarnos a los campos y caminos cercanos. 

Le hablaron de mí en una fundación campesina, cuando quiso saber quién lo podría acompañar como guía por los caminos a Mano Negra y Mañihuales. ¿Podría yo imaginar semejante sorpresa? Nunca supe quién era Chadwin, hasta que murió y la prensa me mostró el mismo rostro y la facha de aventurero del hombre que me pasó a buscar esa lejana mañana de verano en mi natal Coyhaique.

Era serio y formal Bruce. Me dijo que le gustaba venir de vez en cuando y que estaba acostumbrado a estar por estos lados. 

―He venido aquí once veces, me dijo, mientras se fumaba su segundo cigarrillo mirando por el retrovisor del Toyota Corolla. Cuando niño, sus padres lo habían enviado a una escuela internado en Wellington, desde donde comenzó a escribirles sus primeras inocentes cartas plasmadas de sueños y niñerías.

Este año se cumplen 35 años de su partida. El Sida se lo llevó a los 43 años y era de Sheffield, tierra de páramos y cordilleras escarpadas. Por la noche, a nuestro regreso, cenamos un pollo con tomates preparado por Ximena, mi entonces esposa. Ella, encantada, le regaló una de mis primeras revistas.

Breve acercamiento al escritor

Chatwin, desde siempre se caracterizó por ser un brillante escritor de viajes, un cronista sensacional y un autor de ficción y casi muy poca realidad.

Chatwin y su obra más laureada: En la Patagonia. (Créditos Grupo La Vanguardia.com)

Sus obras descollaron en los ámbitos intelectuales, especialmente cuando apareció el primero, En la Patagonia (1977) y los que le siguieron como El virrey de Ouidah en 1980, Colina Negra en 1982, Los trazos de la canción en 1987, Anatomía de la inquietud y Las cartas de Bruce Chatwin (1997).

Ya subiendo el primer tramo del Arenal, nos enfrascamos en largas opiniones y puntos de vista sobre los rudos incendios provocados por los pioneros, el inacabado misterio de la cueva de Milodón cuando estuvo en Magallanes y, sobre todo, los tantos viajes que fue a hacer a Aysén, de los cuales no se explayó mucho. Por ahí, cuando ascendimos hasta la cumbre del camino y al llegar al cruce a Mano Negra, nos detuvimos y bajamos. Bruce era energético y vital y me di cuenta cómo le gustaba estar en esos lugares prodigiosamente altos.

―Usted Oscar, también es buscador de otros tiempos ―dijo. Me hablaron muy bien de su trabajo, está haciendo un rescate interesante. Le voy a decir algo. Cuando yo me despida por la tarde, el tiempo pasará rápido, usted se llenará de gente, de entrevistas. Cuide eso. Es un tesoro, le va a servir para toda la vida. Vendrán sus libros con ese material.

Parece que tenía razón. Al igual que yo, el también armaba sus memorias y aprendía de la vida palmo a palmo con la presencia de gente sabia rodeándolo. Chatwin andaba tras los últimos datos de su vida y quería ver de cerca una escena de costumbres. Sabía que se estaba muriendo, pero a nadie se lo dijo.

Conociendo cada rincón de la ruta

Lo llevé a compartir situaciones tradicionales de la tierra a unos poblados cerca de Villa Ortega. Fuimos a Campo Grande donde doña Dora, a la tierra de los Cabezas y hasta nos paramos en el Valle de la Luna. Yo lo observaba atentamente cómo era de meticuloso, aunque sereno y apacible. Sonreía poco, y emergía de él una paz que se desgranaba a intervalos y que parecía predecir aquel encuentro final con la enfermedad que padecía. Pero nunca lo dijo, sólo anotaba lo que hablábamos mientras conducía el viejo automóvil a través de los caminos y vericuetos de los villorrios. Parece que se sentía cómodo así. Nos detuvimos donde estaban los cementerios de troncos carbonizados por los incendios y le expliqué con amplios detalles las causas y consecuencias de la hecatombe, los detalles del primer descuido de los expedicionarios a fines del siglo XIX. Anduvimos largos kilómetros cerca de Emperador Guillermo.

¿Era bueno como escritor? ¿Quién lo sabía? Cuando leí algunos títulos, me pareció entenderlo a él en toda su dimensión. A Chatwin lo andaba picando el bichito de esta Patagonia, esperanzador refocilamiento para su espíritu atribulado por el mal. Quería saber el último significado de este confín de la tierra adonde sus pasos seguían encaminándose año tras año. No sé si otros le habrán podido entender como lo entendí yo, rodeado de un escenario majestuoso, como si estuviéramos frente a los decorados naturales de una gran representación final.

La Patagonia de Bruce 

Años después, me metería en su patagonia, la que él concebía en sus pensamientos y sus encuentros. Creí entender su relación con sus parientes ingleses en La Patagonia, donde una de sus abuelas recibe un trozo de piel de brontosaurio, lo que hizo nacer en él un deseo indescriptible de conocer este trozo escondido de la patagonia septentrional.

Su obra postrera, Retorno a la Patagonia, fue publicada el 2001 por el taller de Mario Muchnick y tiende a aseverar lo que sus pensamientos escogieron como vivencias y percepciones ―yo diría sensoriales. Tenía la mirada triste. Y la cabellera, a pesar de no haber cumplido aún los 48, ya comenzaba a emblanquecérsele. Se iniciaba la primera fuerte frase del principio del libro: Desde que Magallanes la descubriera en 1520, la Patagonia fue conocida como la región de espesas nieblas y huracanes en los confines del mundo habitado. La palabra patagonia, como Mandalay o Tombuctú, se instaló en la imaginación occidental como metáfora del final, el punto más allá del cual nadie podía ir. Por cierto, en el primer capítulo de Moby Dick, Melville usa patagónico como calificativo de lo remoto, lo monstruoso y lo fatalmente atractivo.

Esa primera puerta que se abre en la obra de Chatwin es decisiva para el lector desprevenido. Casi no hay poesía, y creo advertir una fortaleza de profundas raigambres literarias y de no escondida investigación. Chatwin, en el silencio de Coyhaique donde le conocí durante aquella semana de descubrimientos, jamás hizo mención de sus estilos ni de sus escuelas. Por lo pronto, me gusta el siguiente párrafo para justificar mis afirmaciones: Los primeros que viajaron a la Patagonia se equivocaron medio a medio al tomarla por la tierra del diablo. En primer lugar, el continente estaba habitado por una raza de gigantes, los indios tehuelches, que vistos más de cerca resultaron menos gigantescos y menos feroces de cómo se los pintaba.

El carácter del eximio escritor

Otro de los libros que aparecen en la obra de Chatwin, es el primero que escribió cuando recién había cumplido los 37 años. En la Patagonia enumera concienzudamente los tres elementos, el niño, el trozo de piel de un lagarto estruendoso y la tierra remotísima. El libro le haría alcanzar notoriedad como escritor. Con él y con los que le siguieron, contribuyó a crear un nuevo estilo en la literatura de viajes, una forma de escribir que sería imitada hasta la saciedad.

Chatwin fue un singular viajero, un eximio fabulador y sibarita, un consagrado excéntrico, incansable caminante de los países del mundo, refinado, desgarbado e histriónico. Fascinaba tanto por su conversación como por su aspecto. Poseía una enorme capacidad de seducción que ejercía sin pudor tanto en mujeres como en hombres. Y se notaba, pues durante aquel viaje que hicimos por la carretera en un viejo auto que se consiguió, jamás podría yo olvidar sus ojos encantados ante el arrobador movimiento del paisaje. Sus exclamaciones eran desgarradoras y portentosas y sus silencios tan profundos que parecíamos estar ambos bajo el agua respirando en un silencio fragoroso las bellezas de una tierra prometida.

Me había olvidado del amigo Bruce Chatwin. Es más, cuando pasó por mi pueblo no supe con quién estaba, siendo uno de los pocos privilegiados que compartió con él horas y horas de magnífico culto a nuestras huellas y tradiciones, enseñándole exactamente dónde podían hallarse los lugares a los debíamos acudir. Aquella noche, en la cena con pollo y arroz de mi casa, no imaginaba que aquel sería nuestro primer y último encuentro. 

Hoy, el escritor se ha convertido en un viaje a caballo a la Patagonia, en una especie de vívida sensación de estar huyendo de sombras y males que no existen, en un bulto incansable que no termina de moverse en imágenes sonoras que se derraman gota a gota sobre el planeta.

Se podría decir, como ya lo planteó la gran periodista argentina Gabriela Saidón, que igual como los campos de girasoles que obligan a pensar en Van Gogh, los caminos de la Patagonia conducen indefectiblemente hasta el eterno corazón regocijado del hierático Bruce Chatwin.

OBRAS DE ÓSCAR ALEUY

Óscar Aleuy, escritor coyhaiquino

La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona). 

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